El pibe que arruinaba las fotos by Hernán Casciari

El pibe que arruinaba las fotos by Hernán Casciari

autor:Hernán Casciari [Casciari, Hernán]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2009-09-17T04:00:00+00:00


Jamás tan cerca arremetió lo lejos,

jamás el fuego nunca jugó mejor

su rol de frío muerto.

Jamás, señor ministro de salud,

fue la salud más mortal.

El viaje estuvo lleno de códigos secretos como ese. Señales imperceptibles, guiños que a simple vista no querían decir nada pero que, tan frágiles mis huesos y tan necesitado yo de milagros, significaban muchas cosas y me hacían tener esperanza. En ese viaje pensé, por primera vez, que la vida estaba grabada en los surcos de un longplay, y que uno era la púa ciega que rasguñaba el vinilo. Lo difícil no era que sonara la música —siempre suena—, sino dar con el surco que a cada cual le correspondía. Una crisis era un salto antiestético en la canción, y encontrar otra vez la música correcta podía resultar muy complicado. A veces no ocurría nunca y enloquecíamos. La locura era un disco rayado, era la desesperación que le hacía repetir al desequilibrado la misma historia triste, siempre.

Una tarde que nunca voy a olvidar terminé de leer, de un tirón, una novela de don Juan —era Caterva— y sentí una profunda reconciliación interior. Me supe, digamos, casi feliz después de muchos meses. Yo estaba en Salta, a punto de pasar a Bolivia, sentado en la mesa de madera de un camping abandonado, en patas. Di vuelta el libro para revisar la solapa (esas cosas que hacemos para no concluir un buen libro, para que siga en nuestras manos un poco más) y allí, en la reseña, estaba la más grande de todas las señales: «Filloy nació en Córdoba el 1 de agosto de 1894; de madre francesa y padre español, compartió la vida y el trabajo con sus seis hermanos en el…».

Interrumpí la lectura biográfica con el corazón latiéndome en la yema de los dedos. «1 de agosto de 1894»: increíble. Hacía ya dos meses que vagaba por pueblos perdidos, haciendo reportajes a brujos y calesiteros, a toda clase de gente marginal que tuviera algo extraño que contar, sacándole fotos a manchas de humedad que parecían la cara de un cristo, pescando bogas. No tenía idea de la fecha en que vivía. Casi de casualidad estaba al tanto de la provincia que pisaba, y a veces ni eso. Pero sí sabía algo: que hacía frío y que era invierno. Y otra cosa más. Que estábamos en el noventa y cuatro. Por eso tuve la corazonada. No sé a quién le pregunté:

—Qué día es hoy, maestro —y crucé los dedos.

Me dijeron que martes. Martes treinta y uno de julio. Por primera vez me sentía apurado para llegar a algún sitio. Tanteé en los bolsillos cuánta plata me quedaba: había que salir ya mismo si quería estar a tiempo. Hice dedo hasta Ojo de Agua: me llevaron unos santiagueños que traficaban fotocopiadoras en una combi. Nunca entendí el negocio, pero tenían porro y contaban buenos chistes sobre tucumanos. Y esa misma noche —con la ansiedad más grande del mundo— me encontré mal durmiendo en un micro que se dirigía, por fin, a la provincia de Córdoba.



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